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sábado, 26 de febrero de 2011

PIEDRAS EN EL CAMINO

Primero de todo he de reconocer que para que un libro me guste mucho tiene que estar muy bien escrito. Y si no derrocha talento al menos que se note el esfuerzo, la profesión, las ganas y, sobre todo, las horas de reescritura. Porque, desengañémonos, para que un libro esté bien elaborado ha tenido que ser al menos una decena de veces revisado con todo lo que ello conlleva: documentar, corregir, eliminar, recortar, abreviar.
Actualmente estoy terminándome el último de Haruki Murakami, "1Q84". Me está encantando. Y eso lo noto porque no veo el momento para avanzar en sus más de 700 páginas, aunque sea de vuelta del trabajo, lloviznando y de pie bajo la luz de la farola de bajo consumo del andén de Sitges (verídico en más de una ocasión)
He de bautizar con un tecnicismo-ignoro si ya está inventado, debería- aquél que nombre los desvíos de atención, las piedras en el camino de la lectura desenfrenada. Bien por una errata, bien por, lo que nos lleva al tema de este escrito, las repeticiones o latiguillos absurdos, innecesarios y fácilmente detectables, así como reparables. ¿A qué viene tener que leer por décimo segunda vez que más de un personaje de la novela, por no decir todos y cada uno de ellos, contesta "sacudiendo la cabeza"? ¿Por qué repite en diferentes personajes la misma estructura de contestar al interlocutor seguido de "al menos eso es lo que pensó, pero no lo dijo". Al contaros esto he reflexionado y he reparado en la mejor posibilidad nada descartable y bastante posible, al menos en lo que concierne a "1Q84": la culpa es del traductor. Bueno, afinando un poco más, la primera culpa es del traductor, seguido del corrector y del editor. Me niego a pensar que un escritor de la talla del japonés más leído del mundo cometa tamaños errores.


Javier García

sábado, 5 de febrero de 2011

Más raros que un perro verde

A propósito de la biografía de Patricia Highsmith publicada por Circe y firmada por Joan Schenkar, hablaba hace unos días con una clienta de lo raritos que son algunos escritores; más que un perro verde, decíamos, mientras hojeábamos el libro. La gran dama del suspense y madre del talentoso Ripley, por poner un ejemplo, no sólo era misógina, sino que, además, era poco generosa y nada simpática y educada. Lo que se dice, una perita en dulce, vamos. Schenkar nos cuenta que sus últimos años los pasó rodeada de gatos y caracoles (¡!), bebiendo, fumando y escribiendo, que es para lo que vino a este mundo. Lo de escribir, me refiero.

Pero Highsmith no es ni mucho menos un caso aislado. Les recomiendo un delicioso libro titulado ESCRIBIR ES UN TIC, de Francesco Piccolo (editado por Ariel), con el que disfrutarán de los métodos y manías de los escritores (y de paso de unas maravillosas ilustraciones salidas de la mano de Anthony Garner) A través de sus páginas descubrirán que Thomas Mann reunía todas las noches a su familia para leerles lo que había escrito durante el día; imagen romántica si la comparamos con la obsesión de Mark Twain por llevar la cuenta de las palabras que escribía en una jornada de trabajo. Se enterarán también de las supersticiones de los escritores: desde la archiconocida de Isabel Allende, que comienza a escribir una novela nueva única y exclusivamente los 8 de enero, hasta la de Hemingway que utilizaba como amuleto una castaña de Indias y una pata de conejo. Y una larga lista de excentricidades: bolígrafos y libretas especiales, ventanas frente a las que escribir, café o güisqui -más de esto último-, disciplina interior...

Leyendo sobre las manías de los escritores una se pregunta si es que lo excéntrico lleva a la genialidad o todo lo contrario: no existe ese don cuando se es vulgar, normal, corriente. En fin, con su permiso voy a comprarme unos cuantos kilos de caracoles: a ver si rodeada de ellos, la inspiración llama a mi puerta.


Rosa María García