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domingo, 27 de mayo de 2012

La parte baja del montón de libros pendientes

Tenía desde hace tiempo una deuda con Cristina Fernández Cubas. Su “Todos los cuentos” andaba por casa como alma en pena intentando llamar mi atención para, por fin, ser leído. El libro se movía de la encimera de la cocina a la quesera, de debajo de la almohada al cesto de la ropa para planchar; incluso un día apareció en una maceta, rodeado de hibiscus. Ayer las cosas se precipitaron: lo pillé en el ascensor (no me pregunten cómo abrió la puerta) dispuesto a mudarse de casa y buscar cobijo ante otros ojos; reclamando, me dijo luego, unas manos que no lo devolvieran siempre a la parte más baja del montón de "los pendientes". Entonces me di cuenta del daño infringido. “Lo siento mucho”, dije acudiendo sin pensarlo a la manida frase regia. “Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.  Y prometí dejar en ese mismo instante todas las lecturas empezadas para dedicar mi tiempo a sus relatos. ¡Ah!, fue un momento mágico. A mí se me corrió el rímel y a él algunas letras del índice.
Y aquí me tienen, disfrutando como una cría con vestido nuevo de este libro, buceando en estos cuentos que me tienen loca. ¡Qué gusto de prosa! Qué tensión, qué universos. Hay una historia al principio del libro a la que he vuelto ya dos veces desde anoche: se llama “La ventana del jardín”.

“El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible. Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las siguientes frases:
Cazuela airada,

Tiznes o visones. Cruces o lagartos. La
noche era acre aunque las cucarachas
llorasen. Más
Olla.
Pensé en el particular sentido del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El niño, por otra parte, era un tanto especial; no acudía jamás a la escuela y vivía prácticamente recluido en una confortable habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos compañeros de colegio, debían de sentirse bastante afectados por la debilidad de su único hijo ya que, desde su nacimiento, habían abandonado la ciudad para instalarse en una granja abandonada a varios kilómetros de una aldea y, también para entonces, rara vez se sabía de ellos.”

Cuando terminé de leer esta historia, un escalofrío había subido y bajado varias veces por mi espalda. (Estaba tan ensimismada que ni percibí en la primera lectura esa repetición del adjetivo abandonado/abandonada, que tan feo hace. Lástima.)
¿A qué venía todo esto? Ah, sí, perdón: a que les aconsejo que acojan en casa los cuentos de Cristina Fernández Cubas como uno más de la familia. Y, por favor, revisen de vez en cuanto la parte baja del montón de libros pendientes.

Rosa María García.