Y aquí me tienen, disfrutando como una cría con vestido
nuevo de este libro, buceando en estos cuentos que me tienen loca. ¡Qué gusto de
prosa! Qué tensión, qué universos. Hay una historia al principio del libro a la que he
vuelto ya dos veces desde anoche: se llama “La ventana del jardín”.
“El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó
disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible.
Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las siguientes
frases:
Cazuela airada,
Tiznes o visones. Cruces o
lagartos. La
noche era acre aunque las
cucarachas
llorasen. Más
Olla.
Pensé en el particular sentido
del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El niño, por otra parte, era un
tanto especial; no acudía jamás a la escuela y vivía prácticamente recluido en
una confortable habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos
compañeros de colegio, debían de sentirse bastante afectados por la debilidad
de su único hijo ya que, desde su nacimiento, habían abandonado la ciudad para
instalarse en una granja abandonada a varios kilómetros de una aldea y, también
para entonces, rara vez se sabía de ellos.”
Cuando terminé de leer esta historia, un
escalofrío había subido y bajado varias veces por mi espalda. (Estaba tan ensimismada que ni percibí en la primera lectura esa repetición del adjetivo abandonado/abandonada, que tan feo hace. Lástima.)
¿A qué venía todo esto? Ah, sí,
perdón: a que les aconsejo que acojan en casa los cuentos de Cristina Fernández
Cubas como uno más de la familia. Y, por favor, revisen de vez en cuanto la parte baja del montón de libros pendientes.
Rosa María García.
Yo solo puedo decir que iba asintiendo seriamente según leía hasta que he llegado a "me he equivocado y no volverá a ocurrir" y ahora estoy con el jiji jiji tonto...
ResponderEliminarJajajajaja. Un recurso fácil, M.
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