Tenía desde hace tiempo una deuda con Cristina Fernández
Cubas. Su “Todos los cuentos” andaba por casa como alma en pena intentando
llamar mi atención para, por fin, ser leído. El libro se movía de la encimera
de la cocina a la quesera, de debajo de la almohada al cesto de la ropa para
planchar; incluso un día apareció en una maceta, rodeado de hibiscus. Ayer las
cosas se precipitaron: lo pillé en el ascensor (no me pregunten cómo abrió la
puerta) dispuesto a mudarse de casa y buscar cobijo ante otros ojos; reclamando, me dijo luego, unas manos que no lo devolvieran siempre a la parte más baja del montón de "los pendientes". Entonces
me di cuenta del daño infringido. “Lo siento mucho”, dije acudiendo sin
pensarlo a la manida frase regia. “Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Y prometí dejar en ese mismo instante todas
las lecturas empezadas para dedicar mi tiempo a sus relatos. ¡Ah!, fue un
momento mágico. A mí se me corrió el rímel y a él algunas letras del índice.
Y aquí me tienen, disfrutando como una cría con vestido
nuevo de este libro, buceando en estos cuentos que me tienen loca. ¡Qué gusto de
prosa! Qué tensión, qué universos. Hay una historia al principio del libro a la que he
vuelto ya dos veces desde anoche: se llama “La ventana del jardín”.
“El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó
disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible.
Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las siguientes
frases:
Cazuela airada,
Tiznes o visones. Cruces o
lagartos. La
noche era acre aunque las
cucarachas
llorasen. Más
Olla.
Pensé en el particular sentido
del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El niño, por otra parte, era un
tanto especial; no acudía jamás a la escuela y vivía prácticamente recluido en
una confortable habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos
compañeros de colegio, debían de sentirse bastante afectados por la debilidad
de su único hijo ya que, desde su nacimiento, habían abandonado la ciudad para
instalarse en una granja abandonada a varios kilómetros de una aldea y, también
para entonces, rara vez se sabía de ellos.”
Cuando terminé de leer esta historia, un
escalofrío había subido y bajado varias veces por mi espalda. (Estaba tan ensimismada que ni percibí en la primera lectura esa repetición del adjetivo abandonado/abandonada, que tan feo hace. Lástima.)
¿A qué venía todo esto? Ah, sí,
perdón: a que les aconsejo que acojan en casa los cuentos de Cristina Fernández
Cubas como uno más de la familia. Y, por favor, revisen de vez en cuanto la parte baja del montón de libros pendientes.
Rosa María García.